Con 25 años, el destino me llevó a vivir a Lierneux, " le Village des fous" como era conocido comúnmente en Bélgica. Este pequeño pueblo sería uno de tantos de las Ardenas valonas sino fuera porque alberga desde 1884, uno de los centros psiquiátricos de puertas abiertas más grandes de Europa.
Éste era el panorama que me esperaba al ir a conocer a mi familia política, oriunda de allí. Además mi suegra regentaba desde hacía 50 años "Chez Claire" el único bar y lugar de recreo de la región.
Desde que nos conocimos, Jacques me había relatado historias sobre un sinfín de personajes y contado su niñez y juventud en ese enclave tan singular, pero vivirlo en primera persona me seducía y despertaba mi curiosidad.
Llegando a Lierneux, entre frondosos bosques, prados con granjas diseminadas y vacas a la bartola Jacques me dijo: "A ver si sabes quién es quién". No sé si apelaba a mi sentido común o a los años que había estudiado psicología, el caso es que ansiaba conocerlo todo por mí misma. Vivir en el epicentro de un una comunidad perihospitalaria, donde la integración de los pacientes pasaba por el valor terapéutico de la libertad, era una experiencia única para cualquiera interesado por la salud mental.
En cuanto abría el bar, un goteo continuo de parroquianos, unos habituales, otros esporádicos y algunos espontáneos llegaba para pasar la tarde y tertuliar. Todos me aceptaron como una más pues la curiosidad que suscitaba era tanta o más que la mía. La riqueza, las relaciones y los valores humanos existentes eran incomparables, únicos. En poco pasé de alucinar a familiarizarme y disfrutar de las compañías más interesantes y variopintas. Todos teníamos cabida en "Chez Claire". Napoleón Bonaparte, el carnicero, la dama depresiva, el bombero, el coleccionista de cubos de electricidad, el estudiante, los turistas flamencos, el pintor renacentista, el ganadero, Sissi emperatriz, el jugador compulsivo, el mimo, los ciclistas, la vieja profesora… y yo, "l' espagnole". Nadie era más que nadie. La diversidad de miras, personalidades, criterios con una dosis extra de respeto y tolerancia hacían cada velada especial e irrepetible. La frontera entre la cordura y la locura estaba difuminada, tantos años de cohabitación la habían desdibujado hasta pasar desapercibida en ese pequeño mundo. La locura era sinónimo de naturalidad, de libertad. Una libertad que no entiende de prejuicios, estereotipos ni complejos y que allí, sin duda, le ha ganado la partida a la cordura socialmente aceptada porque, felizmente, la individualidad y la idiosincrasia tienen un peso brutal y envidiable. Todos allí éramos iguales y a la vez, distintos.
Allí constaté que nuestra salud o enfermedad mental no son más que los polos de un mismo continuo que nos diferencia a unos de otros pero no nos discrimina. Aprendí a ser yo misma, sin tapujos, sin maquillaje, sin disimulos. Desde entonces soy, creo, algo más sabía, y seguro que más libre y porqué no decirlo, mucho más feliz. ¡Ojalá el mundo llegue un día a parecérsele un poco!
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