lunes, 4 de mayo de 2020

Agorafobia

Padezco un trastorno mental. Un trastorno neurótico de ansiedad, para ser concisa.

Todo comenzó hace tres años. Empecé a sudar. Mi corazón palpitaba bruscamente y sentí la boca tan seca como la suela de un zapato. El pecho me dolía y tenía ganas de vomitar. Comencé a marearme. Estaba aturdida y apenas conseguía fijar la vista en la pantalla. No era yo. Temí perder el control, comenzar a gritar, desmayarme o morirme. No sabía qué esperar. Quería escapar, salir corriendo; tan rápido como mis entumecidas piernas permitiesen.

-No me encuentro muy bien. Estoy algo mareada, me voy a casa, Carol –susurré a mi amiga.

Salí del cine atropelladamente. No recuerdo muy bien cómo llegué a mi apartamento. Pero tenía una cosa clara. No pisaría un cine en mucho tiempo. Quería evitar a toda costa volver a sentirme atrapada, sin escapatoria y al borde del colapso. 

Pero volvió a suceder. Me encontraba en el supermercado, a la salida del trabajo. Y, de repente, comencé a marearme. En aquel momento, creí que no saldría por mi propio pie, porque no podía respirar. No quería que nadie se percatase de lo que le sucedía a mi cuerpo, o a mi mente. Dejé la cesta de la compra a un lado y, realizando un esfuerzo sobrehumano para no desmayarme, conseguí salir del supermercado y llegar a casa.

Más tranquila, reconfortada entre mis cuatro paredes, mi particular cárcel de cristal, decidí hacer la compra online. 

Pronto comencé a rehusar las invitaciones de amigos y familiares. Me inventaba mil y una excusas para evitar enfrentarme a una cafetería, un centro comercial, o un simple paseo. 

No me sentía cómoda, eso era todo; intentaba convencerme una y otra vez. 

<<Quizá, esos veinte minutos de paseo hacia el trabajo no me hacen tanto bien>>, pensé. Así que alquilé una plaza de garaje y comencé a ir en coche a trabajar.

Cuando quise darme cuenta, mi vida se había convertido en una huída continúa. Huía de todo aquello que pudiera desencadenar esa espantosa angustia, que me aterraba y me hacía entrar en pánico.

Sonó el teléfono.

-Hola Paula, tenemos que hablar –se oyó a mi madre.

Durante unos días me negué. Yo no tenía ningún problema. Y por supuesto que no me pasaba nada. Simplemente estaba pasando por una etapa complicada, que se iría sin avisar, igual que vino. 

El sábado por la mañana llamaron al timbre. Abrí la puerta y allí estaba ella, llorando, suplicándome que fuese. Era una simple consulta. Así, se quedaría más tranquila.

Pensé que se lo debía. A ella, que me había dado la vida una vez y que ahora, quería volver a hacerlo.

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