lunes, 4 de mayo de 2020

El padre de Rosario Cepeda

Salió y lo cazaron en la misma acera. Eran dos de la Local en su coche pertrechados como si regularan quién vive y quién muere. Él lo sabía bien. No había llegado su hora. Se lo dijo… "No ha llegado mi hora". Pero no le hicieron caso, sino que le indicaron con el dedo índice clavado en la perspectiva "que se fuera a casa". No estaba muy seguro de cuál era su casa, pero tomó la intención de volver sobre sus pasos. Solo era la intención, porque a poco que se marcaran una arrancada quitándose de su vista, ya volvió a las andadas de irse a lo que era su vida. Rescataba chatarra de la basura para que un gitano deslenguado que se cagaba en sus muertos, le diera algo de efectivo con lo que comprarse una botella de vino para su afición diaria. Era como una santidad convenida…bebías y te olvidabas de todo lo que no fuera un paraíso azulado donde el vino corría libre y las ideas morían antes de nacer y hacerte daño. 

No siempre fue así. Se lo dijo su hija entre gritos y lágrimas. "Te voy a tener que llevar otra vez a Salud Mental, en cuanto esto acabe". "Esto" era el jodido virus de las puñetas que no lo dejaba ni a cal ni a canto y que había acabado con su invisibilidad protectora. Iba ya camino del contenedor de basura del barrio con su bolsita reciclable, cuando los vio de lejos con el coche patrulla y los ojos encandilados para atrapar descarriados. Tuvo que volverse a la casilla prefabricada que le había arreglado su hija dentro de su parcela para que entrara y saliera cuando le viniera en ganas, porque ya estaba harta de lidiar con él y sus manías. En otras épocas sin pandemia la vida era buena. No existían estaciones, sino soles o lluvia. Se buscaban -de día y de noche- tesoros escondidos, pateando barrios residenciales donde la gente lo tiraba todo por aburrimiento. Nadie hablaba más que de tonterías hasta secarse la boca, mientras él vagaba ajeno a todo. Ahora, el tiempo estaba cruzado, los que le seguían habían tomado formas diferentes y espiaban tras los cristales su más insignificante movimiento. Por eso, escondía el botín de lo sacado de la basura tras un seto que consideraba tan suyo que más de una vez al ver a los de la limpieza manipularlo para podarlo, los había amenazado de muerte. Sabía que no había llegado su hora y se lo dijo. Vio que el más joven hacía un gesto con el dedo índice llevándoselo a la nuca y volteándolo como hacía el marido de su hija cuando él decía que le seguían por todas partes. Ella se enfadaba con su marido, mientras le abrazaba a él. Ahora también le abrazaba mientras los agentes le daban cuenta de sus escapadas. Era agradable su olor que borraba todo lo demás, dejando solo lo que importaba.

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