lunes, 4 de mayo de 2020

Tulipanes ausentes

El juego del meñique y pulgar de la mano derecha era un vals intermitente.

Un minúsculo gesto que Arsenio siempre provocaba a la entrada del museo para liberar tensión. 

En la otra mano, sin embargo, la quietud de nueve tulipanes amarillos. Nueve. Ni uno más, ni uno menos. Colocados estratégicamente para su ofrenda. 

Aquel anciano se había convertido en símbolo para los trabajadores de la pinacoteca. 

Siempre acudía puntual, con vestimenta elegante y la actitud idéntica. 

Hoy, camuflado entre turistas y jóvenes de pelo estrafalario, pasaba desapercibido en la cola. 

Aún así, tenía la mirada jovial de un dibujo animado. 

Nervioso, expectante, cálido y receptivo. 

Como quien acude a su primera cita con un ser al que apenas conoce. 

Una vez abierto el museo y después de dialogar con el dichoso detector de metales, cogió el ascensor hasta el tercer piso. 

Desplazó sus huesos y músculos gastados hasta llegar al banco de mármol de la habitación contigua y se sentó. Equilibró poco a poco su temperatura corporal con la que le proporcionaba esa piedra gigantesca y se dejó estar allí. Inmóvil. Solo danzaban las canicas resecas de sus ojos que orientaban la mirada hacia ese retrato. Se trataba de un lienzo en el que una mujer de pelo blanquecino descansaba sobre un diván granate. Tenía una actitud un tanto misteriosa y entre sus dedos parecían juguetear varios tulipanes amarillos. 

Arsenio parecía conversar con ella de alguna forma, a través de las plantas, lo que le provocaba de vez en cuando una tímida sonrisa. 

Imaginaba universos entre ellos: cascadas, juegos de infancia, escenas cotidianas, atardeceres… Querría tocar los pliegues de esa carne en el lienzo, acariciar su frente y sentir su rostro. De alguna manera, buscar una excusa para invitarla a salir a pesar de esa imposibilidad absoluta. 

La deseaba más que nada y en cierto modo encontraba un ápice familiar en toda ella. 

Era ese, el único resquicio en la escena, que parecía devolverle a su vida anterior. 

Pobre anciano, de salud mental caduca, que toma como ajena esa obra pictórica que realizó hace muchos años y de la que ya ni se acuerda. 

Fue él, que con paciencia y cariño, dio a luz a aquella mujer delicada. 

El retratista que transformó Madrid y que ahora se había convertido en una oveja más del rebaño que contempla sus propias creaciones. 

Quizá en otra vida, distinto estado, podría caer en la cuenta de que esa de allí era su mujer y esos trazos, los suyos.

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