- Quiero re truco - nos cantaron.
- Voy - gritó alguien.
Otro tiró un rey. Todos nos reímos.
Otro día en el neuropsiquiátrico esperando por el alta.
Le tocaba mezclar a Susana. Por un segundo se le vio la cicatriz en la muñeca. Era tan jodidamente hermosa cuando se reía, pero acostumbraba estar inexpresiva. Yo la miraba de reojo y enseguida desviaba la mirada. No quería que le den el alta. Ella tampoco quería irse. No quería volver a su casa.
Yo me quería ir desde el primer día que me llevaron. Desde antes incluso. La confusión me agobiaba. No podía distinguir los pensamientos racionales de los que no lo eran, o los que se suponía que no lo eran. ¿Quién sabe?
Odiaba las sesiones interminables de preguntas ambiguas. Quería respuestas y sólo había silencios incómodos. Odiaba no tener el control. Odiaba haberlo perdido. De pronto, ahí estaba Susana y me calmaba.
Tres cuatros: copa, basto y oro.
- No tengo nada – dije.
Miento mal. Tampoco tenía ganas de mentir.
Mis compañeros me miraron severos.
¿Qué me esperaba de ahora en más? ¿Tendría un estigma de por vida? Como aquél hombre del barrio que se sentaba solitario a fumar largas horas y me decían "No te acerques. Está loco.". Como las "locas feministas" que son calladas bajo esa palabra mágica. Como aquella señora medicada que todos evitan.
Me acordé del dicho que reza que a los locos hay que decirles siempre que sí. ¡Qué idiotez!
Me acordé de los exámenes pre-ocupacionales que había llenado en mi vida y sus casillas para las enfermedades mentales. ¿Iba a conseguir trabajo después de esto? De cualquier forma no importaba. Nada importaba. ¿Qué podía importar en ese momento?
Perdimos de nuevo. Me tocaba barajar a mí.
Mi compañero de habitación llegó con un paquete de bizcochos. Estaba contento. Casi nunca salía del cuarto más que para comer. Ya le habían dicho que a fin de mes le daban el alta. Su novia lo esperaba. Tenía una foto de ella y una carta al lado cama.
Hacía calor pero no demasiado. El cielo estaba despejado. La ciudad estaba lejos.
Repartí.
Alguien apostó un cigarrillo. Una brisa traía aromas frescos. Uno a uno tiraban sus cartas. Hablaban mientras tanto. Contaban anécdotas. Hacían bromas.
- Si el psiquiatra me viese cantando ENVIDO así, sin tantos, no me deja salir más. - conté mi chiste. Susana sonrió.
Esta ronda me toca ganar, tengo buenas cartas.
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