Sintiéndome mareada y aturdida mentalmente, me hallaba sentada en un colchón viejo cubierto con una manta gris, extrañamente rodeada de cachorros de perros y gatos, en una desconocida ubicación en plena calle. Los animales no paraban de lloriquear, mientras descontrolados se me subían encima, arañando ligeramente mis brazos.
Enseguida, al alzar un ápice la vista, descubro una mesa a unos metros de mí. Me acerco lo máximo posible y al apoyarme suavemente para observar las libretas expuestas, me doy cuenta de que estoy de unos siete meses de embarazo.
De forma remota mis pensamientos cambian, me siento feliz y despejada. Observo con meticulosidad las notas, algunas de mi puño y letra, a la hora que dichosa me acaricio la barriga.
De pronto, de la esquina más próxima, aparecen dos chicas jóvenes y escuchimizadas gritando algo. A escasos pasos se paran y me amenazan con llamar a la policía para entregarme. Al no comprender sus razones, incluso llegar a asustarme, finjo sufrir una dolorosa e inesperada contracción. Instantáneamente, las muchachas se lo creen y llaman pidiendo una ambulancia.
Nada más aparcar el vehículo, salen los cuatro al exterior. Exactamente un doctor, junto a tres cuerpos de policía local, que me agarran para tumbarme con cuidado en la camilla.
Al llegar a la supuesta clínica, entramos directamente por el garaje sin ver siquiera la entrada.
Ráramente a continuación, como por arte de magia, aparezco en un consultorio para examinar el feto.
Naturalmente coloco las piernas en lo alto del potro y espero a que entre el ginecólogo. Sin embargo, una de las dos enfermeras presentes hace pasar a Óscar, mi pareja actual, el cual tranquilamente me declara que no me preocupe y que tampoco me mueva mucho.
Seguidamente, en vez de las pruebas habituales, mi novio coge una jeringuilla y la llena de un líquido anaranjado. Obviamente me pongo nerviosa e ipso facto bajo las piernas y las sello.
En absoluto silencio, se acercan los tres con intenciones de pincharme, de echo, tras luchar durante unos segundos, lo consiguen. Me mareo al vuelo.
Al abrir los ojos, en una blanca habitación de hospital, hago memoria y no me lo creo. ¡Óscar no puede hacerme esto! Por lo tanto, para averiguar la verdad, lo único que se me ocurre es tirarme desde el tejado y así por fin, despertarme de mi pesadilla.
Consigo salir al pasillo y me oculto detrás de una enorme maceta con flores. Sin querer, escucho una entrecortada y agena conversación, en la cual habla un doctor y los padres de una paciente, que a su vez, fue una compañera mía de colegio. Dicen que la chavala presenta síntomas propias de esquizofrenia y que habría que ingresarla pronto. Mientras que la madre llora, me percato de que estoy en un psiquiátrico.
Desconsoladamente, corro hacia las escaleras y sin ser vista, subo a la azotea del edificio. Ya arriba, me asomo y contemplo todo el perímetro. Estancada en mí misma, salto al vacío y pienso, ¡ójala despierte!
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