Había un perfume en el aire. Estaba en mi casa, en mi escuela y en el camino entre ambas; no visitaba otros sitios porque tenía Netflix.
Llevo años inhalándolo, aunque ya no huele tan fuerte como antes – si mi nariz fuera un bar, los camareros sabrían su nombre, de eso estoy segura.
Por ejemplo, cuando me parecía que algún vecino había hecho un bizcocho, el aroma, casi malvado, volvía, extremadamente intenso, y me dolía, y hacía que me escocieran los ojos hasta que estuvieran rojos como un tomate; se me olvidaba entonces que tenía hambre porque solo quería dejar de llorar.
Era consciente de que el perfume podía llegar a intoxicarme, pero me dejaba embriagara; yo sabía que no debería. A veces su presencia me tranquilizaba.
Muchas veces me acostaba en la cama para descansar del día y de su atmósfera contaminada; es que ansiaba que llegara la noche porque suele traer consigo una brisa fría que adoro, y podíamos disfrutarla a solas, mi manta y yo.
Mis sentidos funcionaban bien, claro; creía que estaba sana porque nunca me había roto un hueso.
Pero a mis ojos les dolía la luz; pero mis manos estaban frías todos los días del año y me daba miedo tocar a la gente; pero oía reproches que me agobiaban, y eran míos; pero todo era o demasiado dulce o muy amargo.
El aire, sin embargo, no era el perfume. Me di cuenta poco a poco, pero llegué a saberlo con más seguridad de la que tenía sobre mí.
El problema, creo, es que yo no soy la dueña del aire, y cuando este llamaba a mi puerta yo le abría y me disparaban entre ceja y ceja; Netflix me dió Breaking Bad, y yo no le doy nada a cambio porque lo tengo pirata.
En fin, que el aire no tiene olor; mi aliento olía a veces, pero esa no es la historia de como empecé con mi terapia. No sé si el perfume se va a disolver algún día, pero los pelillos de mi nariz y yo estamos aprendiendo a lidiar con él; estoy contenta.
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