Las primeras palabras que esbozó con su elegante estilográfica sobre aquel trozo de papel blanco las plasmó casi a regañadientes. Era escéptico en cuanto a lo que días antes le había aconsejado el psicólogo al que estaba acudiendo a consecuencia de su reciente ruptura amorosa. "Escribir puede liberar el alma de una persona y permitirle soltar una pesada carga para después avanzar". Esa fue la frase exacta del especialista. Y si bien en el momento de escucharla le pareció una soberana estupidez o, al menos, una de esas terapias genéricas que en absoluto funcionaría en su caso particular, con el paso del tiempo y la certeza de que esa terca tristeza anidada en lo más profundo de su corazón no iba a abandonarlo, se decidió a probarla.
Comenzó con un ritmo torpe y lento. Dudaba sobre qué escribir y cómo hacerlo. Redactaba y tachaba. Se sentía perdido ante un insignificante folio vacío. Pronto le invadieron la ansiedad y la desesperación, a la par que su mente se veía asediada por algunos de los capítulos más oscuros de una relación de pareja que ya no existía. Notaba su respiración cada vez más agitada y el sudor frío resbalando por su nuca y torso. El ataque de nervios era inminente, ya le había ocurrido antes. Pero no quería volver a experimentarlo, así que golpeó el escritorio de forma vehemente con los puños y dio un grito atronador.
Tras diez segundos de silencio, decidió empezar con lo más sencillo: "Me llamo Alberto Sierra Bastida y mi novia me ha dejado". Con estas once primeras palabras sintió como si la enorme pared de hielo que lo tenía bloqueado se rasgara ligeramente, y continuó. La sensación se acentuaba a medida que llenaba la hoja de tinta. En cierto modo, la pluma hacía las veces de piqueta y cada línea redactada era una grieta más en el gélido tabique. Poco a poco fue ganando rapidez y claridad en su mente. Percibía cómo sus frustraciones, miedos y resentimientos viajaban fluidamente desde su cerebro atravesando primero su brazo derecho, después la mano y por último la pluma hasta alcanzar el folio para quedarse presos allí, liberándolo del dolor. Necesitaba sacarlo todo.
A lo largo de la tarde fue reviviendo las diversas etapas con su expareja y al hacerlo, lidiaba también con bruscos cambios en su estado de ánimo. Ciertos recuerdos le llenaban los ojos de lágrimas, otros le provocaban una ira que le hacía apretar en exceso la estilográfica y, algunos pocos, incluso le dibujaban una leve sonrisa en el rostro. Tras varias horas de una mayúscula intensidad emocional, colocó el punto final exhausto y rompió a llorar como nunca antes lo había hecho. Ya era muy tarde, pero lo primero que haría al día siguiente sería llamar a su psicólogo para darle infinitas gracias y contarle que la pesada losa sobre sus hombros era historia. Escribir le había curado mente y alma. Ahora podía permitirse avanzar.
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