domingo, 3 de mayo de 2020

¡Por favor, no se lo lleven!

De nuevo está gritando, se le cayó la cazuela a mamá, pero le basta un abrazo para sentirse seguro. 

Ayer, después de la escuela, caminamos juntos, sin pronunciar palabra, avanzamos jugueteando con la enorme piedra que se mira desde la ventana. Sin necesidad de llegar a un acuerdo, sincronizamos el turno y el paso. Durante el trayecto jamás dirigió su mirada hacia mí, pero toco mi hombro como si adivinase que no tuve el mejor de los días. No teníamos prisa por llegar, ambos disfrutamos del viento rosando nuestra piel y de la exquisitez de estar juntos. Exentos de sonidos, nos vimos inmersos en una conexión que se va más allá de la comprensión humana; un vínculo cuántico, donde nuestra energía cerebral y el electromagnetismo de nuestras emociones se hacía presente. 

Ya en casa, se sentó en el mismo lugar por horas. Lo observé un largo tiempo, me adentré en el brillo de sus ojos de niño intentando ser parte de su mundo interno; la limpieza que proyecta su mirada me invita a pensar que en su interior no existe maldad, ni prejuicios, mucho menos orgullo, egoísmo o envidia, todas esas actitudes que se adquieren mediante la interacción humana. 

Cuando se atreve a emitir algo, su boca solo puede destilar palabras llenas de verdad, de luz, de alivio. 

No soporta el ruido, tal vez porque la magia de éste lo conduce implacablemente a regresar a una realidad que no lo merece. 

Recurrentemente me obsesiono con fundirme en sus pensamientos, transmutar para caber en su universo sin trastocar su belleza, más bien siendo digno de pertenecer. 

¡Quien viviera con él, del otro lado de su piel! 

Un rayo de luz que permea el cristal, ilumina su rostro concediéndole un aspecto celestial. 

A veces pienso que es un ángel, quien al salir del parámetro que la sociedad establece como normal, es diagnosticado con un problema de salud mental. 

Sabe que aún distante lo sigo con la mirada, le reconforta mi presencia. Lo que no sabe es que su existencia le ha aportado a mi alma todo lo bueno que posee. 

Él es Lucas, mi hermano un año menor. El médico dice que no podrá estar más con nosotros; el Prozac no ha funcionado como se esperaba. 

¿Pero qué pasará con él lejos de casa? Cuando busque mi mirada y no la halle. 

¿Qué haré sin él? 

Mañana, al retornar a casa, me sumergiré nuevamente en las sombras, y quizás intente hallar una luz en el más allá. Será entonces que los médicos comprendan la necesidad de estar unidos. El amor de hermanos puede dotar de efectividad a cualquier medicamento. Sin él seguramente enfermaré. 

Ahora entiendo que Lucas, al nacer con autismo vino a cumplir un propósito. Llenarme de Luz y fuerza para continuar mi camino. 

¡Por favor, no se lo lleven! 

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