Ya son casi las seis. Me dispongo a preparar el tablero. Pronto aparecerá mi hijo, tan dado a las rutinas, dispuesto a jugar la acostumbrada partida de ajedrez. Como cada día, desde hace... No recuerdo cuántos años hace ya. Supongo que todo comenzó una tarde cualquiera, improvisadamente, y terminó asentándose de forma natural como una tradición más. Ahí llega.
–¿Empezamos? –dice, animado. De nuevo se sienta en el lado de las negras. No importa que le deje escoger, ni cómo coloque el tablero: siempre las negras. Como si ser su color favorito le otorgase algún tipo de ventaja.
Es admirable. Pese a lo duro que soy con él, nunca pierde la ilusión por volver a jugar. Quizás debería explicarle qué errores comete o, incluso, dejarme ganar algún día. Pero, ciertamente, eso iría en su contra. No... No puedo... Ella tampoco lo habría querido.
Mientras avanza la partida le observo disimuladamente; quizás esta vez algo cambie. ¿Será capaz hoy de sorprenderme? Nada me haría más feliz que verle contrarrestar mi estrategia, siendo capaz de dar la vuelta a la situación. Tengo esa esperanza. Le quiero más que a nada y ya voy teniendo una edad peligrosa. No estoy dispuesto a abandonar este mundo sin tener la certeza de que sabrá desenvolverse en él; de que no se dejará devorar. Ya hay suficientes dificultades y obstáculos que salvar ahí fuera para todos, más aun para alguien como él. No puedo permitirme ser más benevolente de la cuenta; la vida no lo va a ser. No sería una buena enseñanza.
–Un momento... –Hago una pausa, con el dedo sobre mi torre. Estoy a punto de ganarle, pero aún puede evitarlo. Espero que esa mirada signifique que se ha dado cuenta. La muevo, al fin– ¡Jaque!
Veremos qué hace esta vez. Ojalá no cometa el mismo error de ayer...
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Las seis en punto. Ahí está Papá, puntual, colocando las piezas cuidadosamente.
–¿Empezamos? –pregunto, mientras le cedo las blancas sin que se note.
Desde que Mamá, poco antes de dejarnos, me contó lo que le pasaba, me propuse ayudarle a ejercitar la mente a diario con este magnífico juego. Ella sabía que no me resultaría sencillo, pero me explicó pacientemente cómo debía hacerlo.
Siempre admiré a ambos, mis dos superhéroes. Fue un duro golpe para mí aceptar que ellos también eran vulnerables. Mi inclinación hacia las rígidas costumbres solía traerles de cabeza, pero ahora me sirve como excusa para que Papá se mantenga mentalmente activo y no se agrave su estado. Sólo tengo que asegurarme de hacer cada vez exactamente los mismos movimientos. Quizás un día le haga recordar la partida anterior y me sorprenda con un cambio de estrategia. Y, si no, al menos se llevará una renovada alegría cada vez que vuelva a ganarme.
–Un momento... –¿Qué pasa? Se ha quedado pensativo. ¿Por qué no mueve? ¿Se habrá dado cuenta por fin? Miro el tablero, expectante– ¡Jaque!
Oh... Otra vez ese ataque con la torre. Quizás mañana...
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