Míreme, profe", susurró Teresa, remangándose para exponer las cicatrices de sus antebrazos, con más pena que vergüenza. "Soy un desastre".
Y comenzó a llorar, sus ojos como espejos clarividentes de un dolor que ningún niño debería estar autorizado a sentir.
"No he terminado el proyecto. Me olvido de ducharme, o de lavarme los dientes. Odio la nueva medicación que me han recetado. Sé que no es la solución, sé que es estúpido, pero necesito cortarme para salir de esta angustia que me persigue a todas horas. ¿Me puede dar un abrazo?".
Su profesora la abrazó, luchando contra sus propias lágrimas, mientras Teresa estallaba en sollozos intermitentes que cortaban como escarcha. La dejó llorar entre sus brazos, por minutos que se sintieron como horas, y sólo fue capaz de musitar: "Tú haces que quiera seguir dando clase".
Cuando doña Matilde llegó a casa, abrazó a su hijo. Aquel vacío doliente y sordo de la impotencia desentonaba con la gratitud ególatra de saber que el suyo era un niño sano cuya risa llenaba los rincones y entibiaba el alma. Se sintió inepta, inútil, huérfana de palabras: no sabía que aquel día, con un abrazo, había salvado una vida.
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