Fue como si mi vida entera se hubiese derrumbado. Me aterré. No podía creer que aquello estuviese sucediéndome a mí, en carne viva. Intenté buscar culpables, pero resulté ser el único. Me sentí ultrajado por mi propio ser. Traicionado. Me odié.
Me convencí de que mi vida había terminado. Parecía que mis alegrías, mis sueños, y hasta mi personalidad, ya no me pertenecían. Dije mi nombre en voz alta y sentí dolor, un luto por mi antiguo yo. Comencé a llorar y me pedí perdón muchas veces. Traté de entender en quién me había convertido ahora. Todo se veía extremadamente difícil. Ya no quería existir.
Tuve suerte. No pasó demasiado tiempo hasta que reaccioné: necesitaba hablar con un verdadero amigo, desahogarme, quitar las toneladas emocionales de mis hombros. Me levanté. Me costó muchísimo. Me daba vergüenza, miedo, creí que me rechazaría de inmediato. Pero no fue así, fue todo lo contrario. A medida que hablé, mis temores se hicieron más pequeños; mis problemas más ligeros; mi angustia se transformó en poder. Me sentí querido, encontrado. Esta novedad no me derrotaría, así no sería mi historia. Ese día recibí el mejor abrazo de mi vida. Mi gran vida, la de siempre.
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