El ruido. Ese gran conocido que denota toda ausencia de silencio. Cuando consigues detectarlo y reconocerlo, entiendes por ende, que no hay uno sin el otro. Viven entrelazados.
El ruido y el silencio.
No los aprendí en un programa de televisión infantil. Me vinieron tal y como un gran huracán arrasa con un hotel en primera línea de playa. Sabía ponerles nombre pero no quería reconocerlos. Así, y con todo lo que conlleva, me los tragué. La sensación llegaba a ser como un mix de saltos y nudos en la lengua. En mi cuerpo, se daban una serie de segmentaciones dónde todo tomaba protagonismo, y cada una de las partes que me conformaban querían tomar el control de esa experiencia.
Encontré algo, en todo ese laberinto, que me situaba como un experimentado funambulista a punto de saltar. Tenía una mariposa azul en la boca. Como una joya envuelta en un paño que te regala mamá antes de partir.
Descubrí mi voz.
En la noche, cuando el ruido y el silencio vienen a visitarme, los recibo. Hacemos planes juntos y me cuentan todas sus aventuras. Y es que no son tan diferentes a mí. Tienen mariposas azules en sus bocas.
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