Se había convertido en el rey del disimulo matinal. Todos conocían su crítica situación, y por su edad lo complicado que sería volver a contratarlo. Los vecinos lo miraban con ternura por su combate diario, y por haberle ganado la batalla a la desesperación. Aquella negrura insoportable que lo tuvo preso los meses siguientes a su inesperado despido. Siempre que salía de la ducha, después del afeitado y antes de salir del baño, le dedicaba al cristal empañado un disparo que siempre acertaba en la diana dibujada. Con el café en la mano, y la cartera en la otra, masticaba la tostada rápidamente, les daba un beso a los chicos que desayunaban sin inmutarse, absortos mirando el móvil. El otro mimo era para ella, que lo despedía apoyada en el marco de la puerta con la habitual tristeza de todos los días. En el ascensor, empezaba a aflojarse la corbata, y a las pocas horas de salir de casa nada quedaba del pistolero triunfador. Se había diluido en el asfalto mientras sacaba currículos del maletín de cuero gastado. Pero el cristal se había desempañado, y una carta manchada de lágrimas lo esperaba hoy entre las emocionadas manos de su mujer.
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