Llevaba cuatro años sin ver, oler, tocar, oír... el mar.
Cuando lo contó, como al azar, me propuse llevarlo a ver esa
inmensidad de agua salina. Quería ver esa dicha suya enfrente de las olas, sumergido entre las olas, aspirando la vida de las olas.
Quería que saliera de su propia prisión, de su propio laberinto,
de su propio miedo. Quería sentir su calma, sentir su alegría,
sentir su plenitud.
Porque su aislamiento espejaba mi soledad. Porque su aislamiento me cortaba la vida. Porque su aislamiento era su refugio.
Refugio y celda. Protección y muro. Justificación y obstáculo:
Para vivir. Para compartir. Para amar. Llevaba cuatro años sin ver, oler, tocar, oír...el mar. Javier vivía agazapado tras sí mismo, sin salir de la finca, apenas ir al pueblo una vez al mes a sacar dinero de la cartilla y hacer algo de compra, televisión y algún que otro pitillo.
Llevaba cuatro años sin ver, oler, tocar, oír...el mar.
Por ello, cuando sentada en la arena, contemplé el rostro sonriente de mi hermano, sumergido en el agua, junto a Mónica, lo fotografié en mi tórax. Porque, aunque no podía salvarlo, pude formar parte de un instante de alegría en su vida.
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