Entre destellos digitales, Valeria flotaba en un océano de soledad. Su perfil, una máscara de sonrisas filtradas, encubría una realidad quebrantada. En la era de la interconexión, cada like y seguidor resonaba como un eco solitario.
La paradoja de la hiperconexión agudizaba su desasosiego. Las pantallas, en lugar de tender puentes, eran abismos que separaban a Valeria de su propia persona. Ante imágenes perfectas y mensajes fugaces, todos parecían tener amigos, pero nadie se sentía verdaderamente comprendido.
El conflicto residía en la caza desesperada de dopamina, moneda digital efímera. Aunque los likes y seguidores se acumulaban, la satisfacción era fugaz, una droga que no mitigaba la herida de la soledad. Los jóvenes, enredados en la paradoja de la interconexión, sufrían un aumento alarmante de la depresión.
En este paisaje virtual, Valeria reflexionaba sobre el poder transformador de la empatía. Un mensaje auténtico, un gesto sincero, podían romper las cadenas de la soledad. Así, en la complejidad de la existencia digital, Valeria deseaba ser la voz que quebrara el silencio, construyendo puentes reales en un mundo saturado de ilusiones virtuales.
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