Como cada mañana me siento en la mesa de la esquina dispuesta a tomar el primer café del día. Tras los cristales, la lluvia azota las aceras obligando a los transeúntes a inclinar sus paraguas al capricho del inseparable viento. No puedo evitar compararme con ellos, desde ya mucho mi vida se reduce a dejarme llevar por la tristeza y el esfuerzo que cualquier mínima acción me supone. Levantarme de la cama es el primero de los retos, a él se suman otros peores, como salir a la calle y enfrentarme al durísimo trance de fingir que todo está bien mientras por dentro siento que la vida me duele, que sería mejor dejarme llevar… , ¿por qué no?, forzar un mal paso ante un coche sin darle tiempo a frenar… ¿a quién le importaría mi ausencia?... Una ligera presión en mi hombro me devuelve a la realidad, es Lucía, la camarera, que acaba de dejar la humeante taza de café sobre la mesa y con esa intuición con la que algunas personas nacen me susurra tres palabras: «ánimo, todo pasa».
Y el que estaba destinado a ser mi último café se transforma de nuevo en el primer café del día.
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