Víctor, un amigo autista, fue el testigo que me permitió no hacer ninguna estupidez. Por algún azar del destino vino a casa a pasar la tarde. Le rogué que no se fuera hasta que viniera mi padre a recogerme. Él, leal, se quedó sentado dibujando.
Creo que él no es consciente de la importancia que tuvo su presencia. Creo que no percibía mi desesperación. Creo que no sabe que aquel día yo me sentía acechada por el deseo de dejar de sufrir, dejar de ser. Quería desaparecer. Morir.
Vivir era la agonía de experimentar cómo el tiempo se estiraba infinitamente, sin avanzar. Cada segundo parecía una eternidad. Era insoportable.
Estando de pie, junto a Víctor, esperando a que mi padre llegara para ir al psiquiátrico, me dio por cerrar los ojos; quizá para huir. Fue entonces cuando vi una gran luz. Y lo supe; aquella luz era mi padre. Después vi una luz más modesta. Inmediatamente pensé en mi amigo Javier. Allí me di cuenta de que sólo porque ellos dos me amaban era mi deber resistir.
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