El salto al vacío que Hugo había previsto desde la ventana de su sexto piso fue configurado otra vez rápidamente por el doctor Segura, desde la pantalla de su ordenador cuántico, en su despacho del Centro de Salud Mental. Lo hacía con el fin de cambiar la velocidad predeterminada de caída desde los 9,8 metros por segundo a la de 1,5 metros. Luego le dijo a Elvira, —que se encontraba con su hijo, en el otro extremo de la habitación—, que intentara acercarse a él.
Si no conseguía nada y finalmente saltaba, al menos todo quedaría, como las tres anteriores veces, en un susto. Hugo no sabía que cada vez que visualizaba su deseo de morir con una imagen de su propia caída permitía que su padre pudiera impedir su muerte, y no encontraba explicación a que sus anteriores intentos hubieran fracasado así, por aquella inexplicable aminoración de la velocidad al dejarse caer. Lo haría así una última vez, antes de intentarlo de otra forma.
Hugo miró a Elvira y le pidió que no se acercara, pero ella ya había empezado a caminar hacia su marido, con suavidad y determinación. Esta vez habían llegado a tiempo.
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