La sala de espera olía como un día de lluvia, las paredes estaban pintadas en un agradable tono pastel y en el hilo musical sonaba la versión acústica de una canción muy conocida. Habían quitado la televisión y sustituido por una estantería repleta de novelas y cuentos; al igual que la mesa de revistas había sido remplazada por un pequeño cajón con juguetes. Pero la pecera seguía allí, aunque sus habitantes eran más bonitos que los últimos que conocí.
Tome asiento y sonreí; las sillas eran igual de incómodas que la última vez.
Sin poder evitarlo, al colocar las manos sobre las piernas, no pude evitar observar los tatuajes que, desde hacía poco, decoraban parte de mi antebrazo: un lirio, una golondrina y una brújula. La pureza, la vuelta a uno mismo y la búsqueda. Tres delicados símbolos que adornaban tres cicatrices, largas y estrechas. Tres marcas de un pasado que había logrado perdonar, aunque a veces necesitase volver a este lugar para recordarme ciertas cosas que a veces se me olvidaban.
Porque algunas cosas no mejoraban, como aquellas incómodas sillas. Pero otras sí lo hacen, como aquella sala de espera. Como aquellos peces. Como yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario