miércoles, 29 de noviembre de 2023

Tramuntana

Sube por la escalera del rellano, desde el primer piso hacia la azotea, cargando con la palangana de ropa limpia y húmeda que acostumbra a colgar en el lado de solana. Lleva el batín y las zapatillas de ir por casa de invierno, aunque haga casi 30 grados en el octubre más caluroso que se recuerda. El cuerpo ajado, encorvado, envejecido prematuramente por una vida penosa, los pasos cortos, arrastrando los pies, primero uno y después el otro.

El sol ciega sus ojos al franquear el umbral y salir al exterior, pero conoce de memoria ese espacio y no necesita detenerse para adaptarse al cambio de luminosidad. En otro tiempo la combinación de aire fresco y luz cálida le hubiera resultado placentera, uno de esos pequeños momentos de dicha primaria, orgánica, inconsciente. Tiende la ropa, separando cada prenda con cuidado, lo suficiente para que pueda secarse correctamente. Al acabar se dirige al muro que delimita la azotea y la separa del vacío. Mira al frente, a lo lejos los viñedos y en el horizonte la Serra de Tramuntana. Mira hacia abajo y no siente nada, ni el vértigo ni su ausencia. Vuelve a mirar al frente, salta.

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