"No se puede hablar contigo".
"Eres una exagerada".
"Qué susceptible eres".
"Siempre te estás haciendo la víctima".
Cuando Vera era pequeña, escuchaba muchas veces estas palabras. Desde su infancia, sus allegados habían destacado su facilidad para llorar, su manera de sobredimensionar las experiencias, su sensibilidad. Solía estar sola en el colegio, pero no le faltaban recursos para escapar de sus penas: el dibujo, sus padres, los libros y los largos cuentos que escribía en una libreta.
Vera no lo sabía, pero era diferente. Efectivamente, era una persona muy sensible, pero con el tiempo se dio cuenta de que también era muy sencillo para ella llorar de felicidad, emocionarse con una canción o inspirarse con un atardecer.
Clara escuchaba también todas esas afirmaciones durante su adultez, y se torturaba al cerciorarse de cuánto le afectaban, de cómo intentaba que le diesen igual, sin éxito. Aceptarse así le costó tiempo y mucho autoconocimiento. Sin embargo, era incapaz de llegar a entenderse del todo. Todo lo que le dolía, ¿era por su sensibilidad? ¿Distorsionaba la realidad? Aquellas sentencias, ¿le impedían discernir entre la responsabilidad externa y la propia? ¿Cómo podía llegar a saberlo realmente?
¿Qué espacio había entre ella y la verdad?
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