Cuando el médico me dijo que estaba limpia fui consciente de la inmensa suerte que tenía. Había vuelto a esquivar a la muerte, por segunda vez. La primera había sido muchos años atrás, cuando mamá llegó antes del trabajo y el bote de pastillas recién ingerido todavía no me había causado un daño irreparable. Recuerdo su angustia y su enorme sentimiento de culpa. Nos costó muchas sesiones de terapia perdonarnos mutuamente.
Al salir de la consulta, pensé en todo lo que me habría perdido si entonces me hubiera salido con la mía. No habría padecido penas en precarios trabajos, ni dolorosas infidelidades ni un desgarrador divorcio. No habría llorado de rabia, tristeza o miedo, ni me habría sentido sola, incompleta e incomprendida en muchas ocasiones. Pero tampoco habría vivido los últimos abrazos de mi madre, muchas carcajadas y confidencias con grandes amigas, varios amores de pareja, ver crecer a mis hijas... No habría sabido lo que era perdonarme, superar mis temores, aceptarme y quererme… la lista de cosas sencillas pero a la vez grandiosas era infinita.
Esperanzada, volví a mi casa mientras fantaseaba qué nuevas experiencias me traería mi tercera vida. Fueran buenas o malas, iba a vivirlas a tope.
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