Llevo todo el día encerrada en mi habitación. Balanceo mi cuerpo con las manos abrazando mis piernas. Todo es silencio. El llanto baña mi rostro.
Ante las súplicas de mi madre deslizo por debajo de la puerta media cuartilla. La cuento que se siento agotada, desnortada, angustiada por el calor seco que ha traído el viento del Sur. Un casco de hierro oprime mi cabeza, produciéndome un dolor indescriptible. Mi corazón galopa enloquecido en un intento de salirse por la boca.
La vida se me ha hecho bola y quiero huir.
Al otro lado de la puerta preocupada, no por las ráfagas de viento que zarandean los árboles del patio a las que reconoce su culpa en la agravación mi estado depresivo, sino por todo el sufrimiento que me acarrea este trastorno, está ella.
—Hija, aguanta. Cuando te sientas con fuerzas abre la puerta. Te prometo que no tardaran el soplar otros vientos más benignos que paliaran tu tristeza. Mientras ellos llegan, yo te acurrucaré entre mis brazos para aliviar la espera. Resiste, hija resiste, la vida merece la pena.
Es su amor en medio de este vendaval de emociones confusas lo único que me ancla a la existencia.
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