No he sido la más fea de clase, tampoco la más tonta, -bueno, hubo un año que lo disimulaba bien-, siempre he tenido pareja, se me ha dado bien el deporte, la fiesta, lo laboral… y en salud no parecía estar mal. Hasta que un día, encerrándome en lo penúltimo, me di cuenta que había ido perdiendo aquello que se asemejaba a lo normativo. No era un tumor ni ningún hueso quebrado, pero dentro de mi ateísmo sentí roturas en el alma. Me dolían las piernas, el pecho, la cabeza, sentía que eso que se me estaba rompiendo me pesaba tanto que no podía avanzar. Todo el mundo me percibía alegre y por ende, no entendían la necesidad de una pausa; "¿qué te pasa?, ¿te encuentras mal?, tómate una pastilla y en dos días estás de vuelta". Yo misma quería encontrarme una enfermedad terminal para así explicar mi dolor.
Ya no tengo que enumerar las razones de porqué seguir. Ahora, aunque con vaivenes patrocinados por la apatía, me doy cuenta de que no se necesitan y que pese a haber quien no lo entiende, también hay quien quiere sentarse a tu lado a acompañar en el camino.
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