-¡Busque trabajo el próximo año, profesor!- me dice, en el último día, el rector después de azotar la puerta en mi nariz.
Es de tarde. Subo al SITP. En el trancón de la Avenida Cali, limpio mis fosas con la manga mientras me sujeto del pasamanos.
Sarita abre la puerta de la casa. Me abraza, la empujo al piso frío de la sala.
-¡Bestia!- grita mamá.
-¡Jódase!- Alzo el dedo medio y retumbo la puerta de mi cuarto al cerrarla. Lloro en posición fetal, acostado en mi cama, cierro los ojos y me encuentro colgado en una habitación oscura.
La alarma suena. Son las cuatro de la mañana. Me siento en el borde de la cama. Miro el suelo y digo:
- Otro día…
En el comedor, mamá me prohíbe saludar a Sarita.
La miro con lágrimas. Mamá también. El silencio está acompañado con el café hirviendo en la estufa.
Las lágrimas resbalan por mis mejillas cuando Sarita, empijamada de unicornio, me abraza y dice:
-¡Siempre te saludaré, tío!
Nos abrazamos los tres.
¡No quiero dejarlas!
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