Mientras estaba asomado desde el balcón de mi almohada, o, así como lo llamo yo, al principio lo veía todo negro. Poco a poco iba viendo claridad en aquel agujero oscuro. No veía cosas con mucho sentido, pero sí que hacía por intentar que cada vez fueran más razonables y comprensibles.
A medida que mis ojos se acostumbraban a la falta de luz, tejía mares de pensamientos entre olas llenas de lágrimas y frustración. Yo quería ser aquel marinero que navegaba por el buen tiempo y dejaba atrás los temporales que, de alguna manera u otra, me han hecho más fuerte.
Un día, hace no mucho tiempo, antes de caerme sobre el colchón, me fijé en mi brazo derecho, y no sé cómo observé un brazo con estrellas tatuadas, que parecía que hace poco visitó el cielo.
Sin duda uno de los mejores cielos, pero con un cambio radical que hacía daño, como una herida mal cerrada, que aún sangra.
Por si no es mucho pedir, quiero volver a ese cielo azul sin nubes negras, es más, a ese cosmos al que todos llamamos ideal y nos imaginamos que allí todo es felicidad.
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