En la polvareda goteaba tortuosamente la evidencia. Sin recordar los instantes previos, se vio a sí mismo en el reflejo de la ensangrentada hoja de acero. Dentro suyo desbordaba vida; rostro pálido, respiración agitada, remolinos en la cabeza, palmas sudorosas y un hueco en su pecho por el que huía la angustia.
Cayó sobre sus rodillas. Vio los gallinazos merodeándolo bajo el sol descubierto. Cerró sus ojos fatigados de luz para sumergirse en su abismal oscuridad mientras sus músculos se relajaban cada vez más. En ese instante olvidó quién era y solo fue.
Entonces, un golpe de madera lo despertó. Su madre salió de la casa en un grito de asombro: "¡¿Qué estás haciendo?! ¡Te dije que le sacarás la cabeza a los pescados, no los intestinos!" Abrió los ojos para observar a su madre entrando a la casa con la cubeta de pescados.
Confundido, palpó su cuerpo y notó que su corazón ya no estaba abierto. Recordó el momento previo, cuando ensimismado repasaba morosamente con sus yemas el filo del cuchillo; comprendió la catarsis que había obrado.
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