Nunca lo había visto en vivo. Por televisión o en el periódico, solo en un par de ocasiones. El "suceso" había convocado a paramédicos, policías y a un semicírculo de unos 20 curiosos. El tránsito se había detenido y nadie podía cruzar el puente. Supongo que yo era la curiosa número 21. Aunque no solo era curiosidad; era cierto sentimiento de comprensión. Quería acercarme al equipo de rescate; contarles que yo entendía; que en innumerables ocasiones había querido, también, saltar de un puente, salir gritando por la calle como enajenada y confesarle al mundo que ya no podía más; que había sido un gusto muchas gracias pero hasta aquí llegamos. Habría querido, en esas y otras ocasiones, salir con una bata blanca, de transparente muselina, con mi pelo suelto, sin peinar, con las uñas pintadas de rojo y con esa mirada sensual y de loca que a veces percibía en mí misma. ¿No habría podido, yo, en primer lugar, salvar a esa alma tan desesperada como la mía? ¿No habría podido decirles que sé lo que es el dolor, ese dolor que te hace escuchar, en la cavidad vacía de la cabeza, los gritos de una niña que se ha metido en un baúl escondido en la mitad de la nada?
Por suerte, antes de siquiera decir algo o atreverme a dar un paso, el equipo de seres humanos preocupados por salvar la vida del prójimo, conducían a ese prójimo a una ambulancia que, ese día, al menos, pudo acoger a una de esas almas que deciden, alguna vez, escaparse de sí mismas.
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