-Ven aquí, suicida - dijo mamá agarrándome con tanta fuerza que me dolió el brazo toda la mañana.
Yo era pequeño, pero me gustaba asomarme al exterior y experimentar el vértigo de la altura. Aquel día había conseguido arrimar un taburete a la ventana y miraba fascinado el hormiguero humano discurriendo por la acera, el guirigay de coches, el mundo diminuto visto desde arriba.
-Suicida, -repitió mi hermana como siempre hacía cuando mama me regañaba.
Yo no sabía qué era ser suicida y le pregunté.
-Matarse-dijo bajando la voz -Hay gente loca, como tía Ángela, no te acuerdas porque eras bebé.
-¿Se tiró por la ventana?
-Peor que eso, se colgó. Dicen que es mejor lanzarse, va todo más rápido.
No hubo más explicaciones, pero la idea arraigó como una planta venenosa: ¿Y si lo intentara? Ha pasado mucho tiempo, mamá se fue, pero cuando miro desde la altura, como ahora, una fuerza magnética tira de mí y oigo esa voz persuasiva:
-Lánzate... Estoy esperando... Volarás alto... Vamos, salta...
Sí, estoy preparado, tomo impulso, voy a arrojarme al vacío, pero de pronto aparece mamá y me sujeta el brazo con fuerza sobrehumana:
-Ven aquí suicida, abrázame.
Y no puedo negarme.
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