viernes, 1 de diciembre de 2023

Visión distorsionada por la tristeza

No entendía por qué cada vez que me observaba en el espejo me veía más gorda. Decidí comenzar a vomitar, ya que los laxantes no parecían suficientes.
Dos semanas después desperté en la cama de un hospital. Mi madre sostenía mi mano. Ella, aunque trataba de sonreír, me explicó con ojos vidriosos que me había desmayado en el gimnasio. Me había dado un amago de infarto, pero estaba fuera de peligro. En ese momento supe que no quería morir, pero quizás, tampoco le estaba encontrando sentido a la vida. Pude sentir el dolor de mi madre, el que llevaba meses soportando por verme comer tan poco. Nos abrazamos las dos y lloramos juntas.
Siguiendo el consejo médico comencé una terapia. Fue allí donde entendí que todo partía de un trauma en mi niñez, por unas burlas que recibí acerca de mis pantorrillas. Yo era muy madura, perfeccionista y sensible, y nunca hablé con nadie de ello. El dolor se convirtió en deseo de desaparecer, de ser invisible. Me estaba matando lentamente.
Pero el amor de mi madre y la ayuda profesional me salvaron. Aprendí a expresarme, aceptarme y quererme.

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