El año nuevo que se asoma y los que vendrán; la juventud en ocaso y el envejecer ineludible; la rutina sofocante de horas tortuosas en el pupitre universitario, el trabajo mecanizado y las vacaciones sin disfrute; la mujer que se marchitará a mi lado en despecho; los hijos crecidos en resentimiento perpetrador; y las enfermedades, los accidentes, los días festivos, los logros inútiles, la inevitable casa para ancianos; esta existencia infructuosa, obligatoria, que arribará agonizando a la habitación de morir sin nadie que realmente desee sostenerle la mano: he imaginado tantas veces esa vida, siempre la encuentro vacía, terrible.
Veo a las gente ponerse activas por las mañanas, interactuar las unas con las otras, como si todo estuviera en orden, como si el absurdo tuviera razón de ser. Yo no encuentro sentido, vivir es confinarme a una ristra de suplicios sin eventual acceso a la paz. Es la condena a las tinieblas eternas de mi ser, lo que yo mismo no soporto. Me pregunto cuándo podré ser más humano.
Sé que todos nacemos para morir.
Estoy listo para afrontar el destino. No albergaré falsas esperanzas, todo termina aquí y ese es mi consuelo. Mi último acto de libertad.
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