A caballo del sí y el no, en el vaivén de este columpio vita, me cimbreo sobre el vano central del viaducto de la calle Bailén. Un guardia intenta alcanzar mi brazo izquierdo peligrosamente enganchado en un cable que transita muy oportunamente por el pretil del viaducto, mientras mi brazo derecho intenta controlar el movimiento de molino que hace mi cuerpo sobre el vacio. "¡Aguante, que ya vienen los bomberos! Grita alguien desde la calle. Odio ser pasto de curiosos, pero hay un buen puñado abajo, con los coches detenidos, a duras penas reculando ante el empuje de la policía. "Aguante", bonita palabra, ancla que una vez desenganchada ya no ata nada. Tal vez la vida sea eso, aguantar los sinsabores, las frustraciones, los embates de la muerte. Pero hay momentos en que no se tienen fuerzas para seguir, para engancharse a la rutina, para no soltar el efímero cable que me sostiene. Dos tiarrones en trajes de bombero se inclinan peligrosamente sobre la barandilla ofreciendóme sus fuertes brazos, ¿qué hacer?, ¿dónde estaba esta ayuda cuando tanto la necesité? El balanceo de mi cuerpo se detiene y la duda verbal shakesperiana se muestra en toda su crudeza: agarrarse o caer.
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