Los fines de semana íbamos a aquella casa, a las afueras, en un barrio de esos donde entre la vegetación surgen viviendas unifamiliares, con setos, barbacoas y piscinas. A la entrada estaba la jaula donde encerraban al dóberman. No era exactamente una jaula, era una caseta enorme pero tenía rejas. El animal no paraba de ladrar ni de arremeter contra aquellos barrotes y aquella enredadera metálica. Golpeaba con el hocico, con las patas, enganchaba desesperado sus pezuñas. El jadear, esa inquietud, se mantenía durante bastantes minutos, aunque ya estuviéramos acomodados en el salón acogidos por los dueños. Una jauría en un solo cuerpo. Contrariamente, entre los cojines de los sofás saltaban tranquilamente dos yorkshire, con los flequillos cortados en peluquería. Limpios y mimados pero nada recelosos. Aquella era la casa de un psiquiatra amigo de la familia, a la que asistíamos con la clandestinidad del kilometraje. Allí quedaba todo en el secreto profesional y en el olvido de cualquier sábado o domingo. Nada. Nadie. En su despacho privado, el doctor daba su juicio clínico y recetaba las pastillas que acallaban a las voces. Silencio. Y dolor. Y soledad. Y que nadie supiera.
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