Lucas se enfrentaba a un monstruo invisible que lo atormentaba a diario. En todos los momentos difíciles, se le aparecía. Cuando sus compañeros se burlaban de él o cuando intentaba (sin éxito) hacer amigos en clase hacía aparición. Agarraba a Lucas de la capucha y lo arrastraba al baño, allí, le apretaba el estómago con sus terribles garras invisibles hasta que vomitaba.
A veces, incluso llegaba a cortarle con esas terribles garras, lo justo hasta que salía sangre. Entonces desaparecía y Lucas, se preocupaba mucho de ocultar los estragos que había causado.
El monstruo, insaciable en su maldad, le llevó hasta el tejado y estuvo a punto de empujarle. Lucas, con lágrimas en los ojos, gritó pidiendo ayuda. En el fondo, él no quería saltar, era el monstruo, y no sabía librarse de él.
Su madre le agarró en el preciso instante en el que se precipitaba. Se vio obligado a explicarse y empezar a hablar sobre su monstruo invisible y le escucharon. El mero reconocimiento de su existencia y su lucha continua pareció debilitar al engendro. Con compresión y paciencia, su entorno ayudó al niño, así el adulto nunca tuvo que enfrentarse con el monstruo solo.
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