Me saludó, cosa rara, con cara seria. "Vaya – Pensé -. Otro que también tuvo un mal día". Vestía gesto torcido y una mirada rapaz. En la mano de la bandeja llevaba enrollada una soga invisible.
El café de guardia estaba medio vacío. Sólo él, yo, y el borracho de la parroquia. Y el sol que ya se iba, esta vez sin dejar propina.
"¿Y esa cuerda?" "¿Qué cuerda dices, Paco? Anda y vete ya a casa. Tengo cosas que hacer".
Casi no los oía. El sol se había puesto ya su sombrero rojo y salía por la ventana. Mientras lo veía irse sin despedirse, pensaba en que pasaría si decidía seguirle y me hacía preguntas extrañas. Preguntas, por ejemplo, como si dolería mucho caerse detrás de él, o si en el fondo alguien se daría cuenta. Al fin y al cabo, el sol volvería al día siguiente.
Antes de que llegasen las sombras haciendo su fiesta, la soga voló y me enganchó por la cadera, alejándome de mis pensamientos.
Por fin sonrió; y su sonrisa era un abrazo. Dejó el trapo en el mostrador, y acercándose, simplemente dijo "Ya estoy contigo. ¿Lo de siempre?"
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