Esa mañana, Miguel se mostró aún más retraído que los últimos días, buscó una excusa vaga y se negó a ir al instituto. Al salir de clase, David, su hermano mayor, sintió la urgencia de volver a casa por algún motivo extraño que aún sólo intuía. Emprendió una carrera veloz mientras el corazón golpeaba su pecho con insistencia desmedida. Siempre hubo entre ellos una afinidad especial y compartían emociones a pesar de la distancia.
En la soledad de la casa, Miguel consideraba la altura de su ventana, el desnivel de la escalera y la estabilidad de la viga del porche. Una vorágine de pensamientos atropellados y siniestros reventaban en su cabeza. Su frente sudorosa y sus manos crispadas revelaban malos augurios.
David, en su frenética carrera, dibujaba en la mente la cara descompuesta de su hermano. Unos cuantos metros más y llegaría a casa.
—¡Miguel!, ¡Miguel! gritó, abriendo de un manotazo la puerta. Le sorprendió con una soga de esparto en las manos.
—Iba a sujetar al perro, le dijo, con voz dislocada y una mirada fatídica.
—Yo lo haré. Zar es muy fuerte y te podría lastimar, le contestó arrebatándole la soga y estrechándole fuerte contra su pecho desbocado.
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