La chica se acercó al policía y le dijo, con voz temblorosa, que se había revelado por fin contra su captor, y que venía a entregarlo para que ya no pudiera hacerle daño a nadie.
Sin más, ella lo dejó caer al suelo y salió corriendo. Al agente le bastó un vistazo para comprobar que, efectivamente, era él.
Sus delitos eran incontables, pues el delincuente no actuaba solo. Tenía millones de hermanos junto a los cuales llevaba a cabo su diabólica trampa.
Primero te hacían renunciar a tu intimidad, luego a tu familia y a tu tiempo, y finalmente, a tu vida. Todo a cambio de dejarte mirar a través de una rendija hacia un mundo infinito y deformado, en el que nada ni nadie es suficiente, ni siquiera tú mismo.
El policía recogió del suelo los restos del secuestrador, cuyo aspecto era inconfundible. Un corazón rojo y aún palpitante asomaba por delante, lleno de cristales, mientras que por detrás destacaba aquella plateada e impoluta manzana mordida.
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