Las voces en la cabeza, la brisa en el rostro y el murmullo del río a sus pies. Todas las tardes, a las siete en punto, y aguja sobre aguja, Alba esperaba el anochecer observando un río que siendo siempre el mismo cambia constantemente. Suplicando, en silencio, que las voces de su cabeza encontrasen la salida al laberinto que conforma la tristeza.
Una tarde tuvo compañía. Me contaron que se trataba de un chaval con la mirada perdida que observaba en silencio el transcurrir de las aguas del mismo río de siempre. Sin saber cómo, Alba terminó junto al muchacho de la mirada triste. Quizás porque la gente que arrastra la pena bajo las pestañas se reconoce sin hablar. El caso es que las palabras de su cabeza le explicaron que vivir la vida engañando al resto, disimulando el dolor, es mejor que no vivir y que la vida siempre ofrece una oportunidad. Entonces, y lo cuento de corrido, para que no se me quede nada en el tintero del olvido, el chico secó sus lágrimas y se alejó lentamente.
También me contaron que mientras el río permanecía indiferente, comenzó a llover sobre la sonrisa de Alba. Lenta y pausadamente.
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