viernes, 1 de diciembre de 2023

En mi consulta

El muchacho, de quince años, jugueteaba nervioso con su reloj de pulsera. De vez en cuando, me lanzaba miradas furtivas; en sus ojos atisbé el brillo de aquellos que están dispuestos a compartir sus temores tras una etapa de desconfianza.

—Adelante —le animé—. Habla. Ya sabes que este es un lugar seguro.

Carraspeó, alzó la cabeza y dijo, casi en un susurro:

—Tengo… un sueño. Todas las noches. Sueño que la vida es muy triste, que estoy tan cansado, que…

No terminó la frase. No hacía falta. Sabía a qué se estaba refiriendo.

Incliné el torso hacia delante para que así tuviera impresión de cercanía, de complicidad.

—Abrirte a mí es el primer paso. Estás aquí para que eso no pase. Vamos a trabajar en ello. No —rectifiqué—: ya estamos trabajando.

Por un instante, su rostro mostró la incredulidad de quien no acaba de aceptar la mano tendida. Dudé si era apropiado levantar la manga de mi brazo izquierdo, pero, al final, lo hice para mostrarle la cicatriz de mi propio dolor.

—Te entiendo, créeme. He estado ahí, donde estás tú ahora. Juntos, saldremos de ese lugar oscuro.

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