Saínza llevaba tiempo buscando las notas en su cabeza. Antes era fácil, cuando su mente podía guardar silencio durante espacios prolongados; sus manos hablaban solas deslizándose tecla a tecla mientras las obsesiones desaparecían entre las notas de aquella melodía.
¿Cómo funcionaría el engranaje mental de otras personas?, ¿estaría lleno también de pensamientos autodestructivos y obsesiones sobre catastróficas desgracias que jamás ocurrirían?
No sabría recordar con exactitud cuándo comprendió que algo no funcionaba en su cabeza. Desde pequeña, convivía con aquellas voces; su propia voz sumergiéndola en estados de alerta continuos: "si no tocas esa baldosa, a mamá le pasará algo malo", "revisa ese enchufe, la casa podría incendiarse".
Cuando creció, las obsesiones maduraron con ella: "si no he disfrutado de ese beso, ¿será que ya no me atrae?, "si no pienso en él todo el día, ¿será que no le quiero?, "¿haré algo malo con ese cuchillo?".
El punto de inflexión sucedió cuando la voz de su cabeza se rindió proponiendo desaparecer, dejar de sufrir.
Sus notas estaban en algún lugar; no podía encontrarlas. Fue entonces cuando cruzó aquella puerta, abrigada para un largo viaje, dispuesta a que él le ayudara a afinar su piano y poder recuperar la melodía.
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