Me desperté aturdido por el silbato del tren. Agosto levantaba ventarrones.
Vi al loquito de los espejos cruzar la vía de un salto frente a la locomotora, y me descolgué del lapacho para increparlo:
—¡Eh, vos! ¿Qué es la vida?
—Un frenesí —se cubrió la cara.
La gente alrededor, que hasta recién tomaban café, trotaban, hacían filas, nos rodeó para gritar que a los raros hay que ahogarlos antes que contagien. El tren nos pasaba por el costado dando alaridos.
Le di un empujón y cayó rodando junto a las ruedas de hierro, que si no fuera por los rieles partirían al planeta en dos:
—¡¿Qué es la vida?!
—¡Una ilusión, una sombra, una ficción!
—...y el mayor bien es pequeño, sí, pero ¡qué mierda es la vida!
La maquinaria nos ensordecía. No me di cuenta cuando el loquito se prendió de la baranda de un vagón, porque también me empujaron desde atrás.
Me aferró del brazo y me llevó arrastrado con él, tierra adentro, gritando para salvarme y para que todos lo sepan:
—¡Que toda la vida es un maldito sueño!
Y los sueños, eso nomás son.
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