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jueves, 6 de mayo de 2021

Las razones del corazón

    Quiero expresarte, querido esposo, mi agradecimiento por la compañía que me aportas, pues saber que estás a mi lado, me insufla consuelo para encarar esta etapa de mi vida. Pero como bien sabemos los dos, para tenerte a mi lado, tuve que pelear duro con los médicos de aquel hospital donde tú luchabas contra el infarto, pues todos dudaban de mi cordura, apoyados por nuestros hijos, que también me tildaron de loca. Finalmente, ayudada por la sensibilidad de aquel forense al que le estaré eternamente agradecida, conseguí mi propósito y nuestros hijos tuvieron que replegarse a lo que ellos creían el disparate de una madre senil, o loca de atar, o ambas cosas a la vez. ¡Qué sabían ellos lo que a esta loca le convenía!

Por fortuna, aquellos duros momentos ya son historia y hoy disfruto de tu compañía incluso más que antes, cuando éramos jóvenes. Porque tenerte junto a mí es ahuyentar los temores, es contarte mis insomnios y mis pesadillas, mi inapetencia o mis achaques. Y aunque en nuestro hogar reina la paz, también hay ratos en que te reprocho tus infidelidades. No lo puedo remediar. Aquellos rumores que circulaban por el pueblo de que en la capital tenías una amante, me torturaron durante años. Tú siempre lo negaste, pero yo intuía que los comentarios contenían algo de verdad. Porque tú ya no eras el mismo hombre que un día me juró amor eterno. Yo percibía tus cambios y me temía lo peor. Una mujer siempre nota el desamor. Me lo decía tu nerviosismo, tus salidas de tono ante cualquier banal comentario que yo te hacía, tus cada vez más espaciadas caricias, tu nuevo corte de pelo, tan descaradamente juvenil, o tu capricho por lucir camisas en desacuerdo con tu edad. Y como colofón a todo esto que te digo, tus prisas por marcharte de casa cuando apenas habías llegado. ¿De qué huías?

Tu profesión de visitador farmacéutico, que te proporcionaba la excusa perfecta para ausentarte durante semanas enteras, incrementaba mi intranquilidad. Pasado un tiempo volvías a casa, jovial y risueño y yo intentaba apaciguar mis temores. Y para darte la bienvenida, prendía en mi cara la mejor de mis sonrisas. Y así pasaron los años. Envejecimos ambos, pero según tú, mis arrugas eran más evidentes que las tuyas y yo, ignorando tu crueldad, seguí parapetada en la creencia de que a pesar de los pesares, los lazos que nos unían, estaban fuertemente trenzados.

Pero he descubierto que me es imposible olvidar. Te sigo amando y te lo digo continuamente. Y sin embargo, también hay momentos en que te reprocho tus infidelidades. Cuando eso ocurre, noto cómo te sublevas. Es como si te faltara el oxígeno, como si se te encogiera el corazón. Entonces, por unos días, dejo de acosarte y me impongo prudencia, pues desde que sufriste el infarto, tu corazón está tan débil que temo que se deshaga en pedacitos dentro del bote de formol.

lunes, 30 de marzo de 2020

Las razones del corazón


Asun, la mujer de la limpieza, dejó su móvil sobre una de las estanterías, la que estaba llena de cajas con jeringas, tubitos y otros artefactos de plástico y cristal que vete tú a saber para qué valdrían. Lo puso a bastante volumen, para que la música llegara hasta el último rincón del laboratorio. Ahora sí que trabajaría a gusto, no hay nada mejor que escuchar unas buenas rancheras para dejarlo todo reluciente. Durante su última sesión de terapia, en el Centro de Salud Mental, el psicólogo le había estado explicando que el ambiente a nuestro alrededor influye en nosotros y que, por supuesto, nosotros podemos influir en ese ambiente para convertirlo en nuestro aliado, así que ella no dudaba que las canciones de Rocío Dúrcal eran el mejor aliado para fregar el suelo o pasar la bayeta con alegría. 

Estaba limpiando la repisa bajo las jaulas de los ratones cuando advirtió que uno de ellos parecía observarla curioso. 

—Hola Stuart Little, ¿cómo te va? ¿te dan bien de comer? ¿quieres un cachito madalena? —le dijo al ratón, que olisqueó el aire en dirección a Asun como si adivinara sus intenciones.

La mujer sacó de su bolsillo un paquetito del que extrajo un trocito de bizcocho, lo estaba acercando al ratoncillo cuando apareció por la puerta uno de los investigadores. 

—Pero señora, ¿qué está haciendo?, no se puede dar de comer a los ratones. Y además, ¿quién ha puesto esa música a todo volumen?

—Perdone, no pensé que por un pellizquito de nada... —dijo la mujer, que guardó veloz la madalena, ante la mirada desolada del roedor. 

—Estos ratones son para realizar experimentos. Si hace algo que afecte a alguno de ellos contamina usted todo el proceso. 

A Asun le hubiera gustado decir: «Tú sí que estás contaminado, con esa cara de boquerón rancio que tienes». Pero prefirió ser educada y no correr el riesgo de quedarse sin trabajo. 

—No se preocupe que ya he terminado —dijo cogiendo el móvil y la bolsa de basura—. ¿Eso de ahí es también para tirar? —preguntó señalando una bolsa de plástico que había junto a la salida.

—Sí, pero esa va a un contenedor especial para restos orgánicos de laboratorio. Es que son ratones muertos.

—¿Se les han muerto todos estos ratones? —dijo Asun mirando incrédula el voluminoso bulto.

—Cuando hacemos un experimento, les inoculamos enfermedades y fármacos. Como comprenderá, al terminar la investigación nos tenemos que deshacer de todo bicho que haya participado.

Todo sonaba muy razonable, pero Asun sintió también una cierta congoja en el pecho. Miró al investigador, con su bata blanca y su cara de boquerón rancio y después a Stuart Little, con sus bigotillos y su nariz sonrosada; no supo cuál le caía mejor. O sí.

Esa misma tarde, aprovechando que tenía las llaves del laboratorio, se acercó a última hora y liberó a los ratones por el jardín. Era una locura, pero, como dijo alguien, el corazón tiene razones que la razón no comprende.



FIN