lunes, 30 de marzo de 2020

Las razones del corazón


Asun, la mujer de la limpieza, dejó su móvil sobre una de las estanterías, la que estaba llena de cajas con jeringas, tubitos y otros artefactos de plástico y cristal que vete tú a saber para qué valdrían. Lo puso a bastante volumen, para que la música llegara hasta el último rincón del laboratorio. Ahora sí que trabajaría a gusto, no hay nada mejor que escuchar unas buenas rancheras para dejarlo todo reluciente. Durante su última sesión de terapia, en el Centro de Salud Mental, el psicólogo le había estado explicando que el ambiente a nuestro alrededor influye en nosotros y que, por supuesto, nosotros podemos influir en ese ambiente para convertirlo en nuestro aliado, así que ella no dudaba que las canciones de Rocío Dúrcal eran el mejor aliado para fregar el suelo o pasar la bayeta con alegría. 

Estaba limpiando la repisa bajo las jaulas de los ratones cuando advirtió que uno de ellos parecía observarla curioso. 

—Hola Stuart Little, ¿cómo te va? ¿te dan bien de comer? ¿quieres un cachito madalena? —le dijo al ratón, que olisqueó el aire en dirección a Asun como si adivinara sus intenciones.

La mujer sacó de su bolsillo un paquetito del que extrajo un trocito de bizcocho, lo estaba acercando al ratoncillo cuando apareció por la puerta uno de los investigadores. 

—Pero señora, ¿qué está haciendo?, no se puede dar de comer a los ratones. Y además, ¿quién ha puesto esa música a todo volumen?

—Perdone, no pensé que por un pellizquito de nada... —dijo la mujer, que guardó veloz la madalena, ante la mirada desolada del roedor. 

—Estos ratones son para realizar experimentos. Si hace algo que afecte a alguno de ellos contamina usted todo el proceso. 

A Asun le hubiera gustado decir: «Tú sí que estás contaminado, con esa cara de boquerón rancio que tienes». Pero prefirió ser educada y no correr el riesgo de quedarse sin trabajo. 

—No se preocupe que ya he terminado —dijo cogiendo el móvil y la bolsa de basura—. ¿Eso de ahí es también para tirar? —preguntó señalando una bolsa de plástico que había junto a la salida.

—Sí, pero esa va a un contenedor especial para restos orgánicos de laboratorio. Es que son ratones muertos.

—¿Se les han muerto todos estos ratones? —dijo Asun mirando incrédula el voluminoso bulto.

—Cuando hacemos un experimento, les inoculamos enfermedades y fármacos. Como comprenderá, al terminar la investigación nos tenemos que deshacer de todo bicho que haya participado.

Todo sonaba muy razonable, pero Asun sintió también una cierta congoja en el pecho. Miró al investigador, con su bata blanca y su cara de boquerón rancio y después a Stuart Little, con sus bigotillos y su nariz sonrosada; no supo cuál le caía mejor. O sí.

Esa misma tarde, aprovechando que tenía las llaves del laboratorio, se acercó a última hora y liberó a los ratones por el jardín. Era una locura, pero, como dijo alguien, el corazón tiene razones que la razón no comprende.



FIN

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