Siempre me gustó hacer reír a la gente. Conforme fui creciendo decidí dedicarme a contar cuentos que, aunque lo parezca, no es cosa fácil. Aprendí a entonar, a moverme, a hablar con la boca cerrada y… ¡A manejar marionetas!
Una mañana, como siempre, me pinté una sonrisa en la cara y, tras una mirada sugerente a las vías del tren, fui a la biblioteca donde un grupo de niños esperaba para escucharme narrar alguna historia infantil. Ese día tocó Caperucita. Como siempre, mis pequeños espectadores estaban sentados en el suelo formando una semicírculo mientras lucían atentos y sonrientes. Yo me dedicaba a poner la voz más ridícula que mi garganta podía hacer. Pero ese día fue distinto. De repente, y sin ninguna explicación, las cuerdas que ataban mi mano al lobo se soltaron y, tras un silencio extraño, todos los niños estallaron en una carcajada que convirtió la presión de mi pecho en agujetas de reírme y mi sonrisa forzada en una que ya no podía borrar, aunque quisiera. Volví a disfrutar de lo que me apasionaba.
— Ojalá no nunca vuelvas pero, si me necesitas, llama— y, aliviada, oí cómo se cerraba la consulta de mi psicóloga a mis espaldas.
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