Sara permanecía sentada en la sala de espera. Las manillas del reloj parecían moverse con una lentitud ensordecedora. De pronto, la puerta se abrió. Cruzó el umbral decidida a contar su historia; esta vez sí.
Dos mujeres de rostro apacible respetaron sus tiempos hasta que finalmente rompió el silencio. Entre palabras de aliento y miradas cálidas, Sara terminó de narrar su vivencia de malos tratos. Sin embargo, al mencionar su enfermedad mental, las atentas profesionales compartieron miradas inquietas. Amablemente, la mujer más joven le dijo que posiblemente sus denuncias estaban relacionadas con su "imaginación exacerbada"; el observatorio no era lugar al que acudir con aquello.
Desalentada, Sara salió lacónica de la sala y se disponía a marcharse. Se encontraba frente al ascensor cuando Gracia, la mujer de mayor edad, se acercó a ella para ofrecerle ayuda.
A través de la confianza y la paciencia, Gracia desentrañó la complejidad de la historia de Sara.
Juntas, enfrentaron la intersección de dos luchas silenciadas: la de la mente herida y la del corazón maltratado. Gracia no solo enjugó las lágrimas de los ojos de Sara, sino que también desafió las dudas sembradas por aquellos que no pudieron ver más allá de sus diagnósticos.
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