Me acuerdo cuando me contaron «lo de Carla». Dieciséis años, Bachillerato, cerca de los exámenes de Navidad. De camino al instituto se escuchó un «¿Te has enterado de lo de Carla? Se ha intentado suicidar».
Y allí estaba Carla al llegar a clase después de haber pasado dos semanas sin verla. Sonriente, risueña, algo alborotadora. Como siempre, vaya. Yo no dije que qué bien que hubiera vuelto, que se la echaba muchísimo de menos. Tampoco le invité a mi casa esa tarde para repasar el examen de matemáticas. Yo solo me acerqué y le di un abrazo, porque nunca he sido buena con las palabras. Uno quizás algo más largo de lo habitual, en el que se podía leer «porfa, no te vayas».
No sé qué puso el de Biología en la pizarra, ni tampoco sé que pensaba Carla sobre mi mano buscando la suya. Solo sé que sonreíamos, estábamos felices de tener a nuestra compañera de vuelta. Le apreté la mano y miré fijamente a sus ojos vidriosos. Sonreí en silencio, dejando espacio para que ella hablara. Nunca lo hizo, pero yo sigo escuchándola atentamente por si quiere decir algo. También sé que ella escucha atentamente mi silencio.
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