Había días en los que el chico sentía un nudo en la garganta. Cada vez un poco más fuerte. Todo lo que no salía de sus ojos, de sus lágrimas y de su boca se quedaba ahí. Escondido. Como si tuviera miedo.
Él también tenía miedo.
De vez en cuando sonreía, una sonrisa vacía y con los labios apretados, que le tiraba de las mejillas como los hilos de una marioneta.
El nudo comenzó a apretar.
Se había vuelto un títere de lo que la gente quería ver. Ríete ahora. Asiente con la cabeza. Esconde, esconde y esconde.
"No estés triste".
Se ponía música en sus cascos, lo más alto posible para no escuchar todo lo que no podía decir. Había veces que incluso lo conseguía. No existían las palabras, ni las lágrimas. Las sonrisas estaban llenas.
El nudo comenzó a doler.
— Creo que no estoy bien. — confesó una tarde en voz baja.
La verdad también podía hacer daño.
Había sangre en su cuello. Se atragantaba. El aire se iba. No podía respirar. No quería respirar.
El chico dejó de respirar.
Había tardado demasiado en darse cuenta de que su nudo era, en realidad, una horca.
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