jueves, 14 de diciembre de 2023

El ovillo

Hubo una vez una mujer que tenía un ovillo lleno de nudos en su corazón. Un día al despertar lo tuvo claro y decidió pedirle ayuda a una costurera, pero ella solo veía una manera de proceder, cortar y eso la hizo correr, hasta que el ovillo comenzó a deshacerse y tropezó; con él fuera del pecho, pudo observar con detenimiento, cada nudo; cada palabra que guardó y no dijo, cada vez que su boca dijo una cosa, pensando otra. Cada vez que no fue ella y se tragó su corazón, un nudo se formaba en su pecho y también en su garganta... y por fin lo vio, allí estaba el primer nudo y recordó ese día.

Pudo visualizarse de niña en el patio; sin miedos... meses más tarde el escenario cambiaba, mucha gente la rodeaba; gente de su edad, esta vez no estaba feliz sino asustada; quiso desaparecer, pero no lo hizo.

Suavemente agarró la madeja y comenzó a deshacer uno a uno aquellos nudos; que no quiso cortar porque también eran parte de ella y cuando terminó cogió la punta y bailó con el ovillo, bailó para devolverle a esa niña lo que le había robado.

Antojo

Veinticuatro horas al día, eso, es la vida. Como frontera la piel, como sostén los huesos y como motor una energía etérea que nos crea o destruye a su ANTOJO. A menudo me pregunto cómo las placas solares son capaces de recoger la energía del Sol. En algún sitio alguien lo pensó, lo supo, lo plasmó, lo creó y lo hizo tangible. ¿Cómo inventar ese método?... ese sistema que nos haga capaces de transformar las energías que hay dentro de cada uno; de pensarlas; saberlas; plasmarlas; crearlas; hacerlas tangibles.

Debiera ser cada uno quien más se conoce para usarse como quiere, a su ANTOJO: volver productivo lo natural, confortable lo propio, estable lo desequilibrado. Conquistar el Sol para que su calor no queme, su luz no dañe los ojos y su fuerza sea siempre estímulo positivo. Pero no es fácil llegar al Sol sin formar un equipo de expedición. Ni de plantar placas solares sin que uno sujete sus bases mientras otro atornilla sus carcasas. Debemos acompañarnos para dar tiempo a que llegue el amanecer, porque no se puede esperar que salga el Sol por las noches. (aunque se nos antoje)

Ni la muerte

Mi ventana no se abría. No podía yo levantarme ni dormir. Vero había salido al trabajo bien temprano, como siempre. Por esos días Jaimito, uno de nuestros hijos, compartía sus vacaciones con nosotros. Pero ni la presencia de Jaime en casa había logrado disuadirme de la certeza de que nada ya tenía sentido. Ni la muerte…

Sonó una alarma en la otra habitación. Él se levantó con soltura.

¿Ni la muerte? De repente las palabras resonaron en mi mente de otra forma. No diría yo una lógica, sí tal vez una intuición oscura, me golpeó las puertas de la percepción: si no se revela un sentido, vivir se hace más liviano.

Fue entonces cuando escuché a mi hijo tan puro, tan amable en la cocina (fue el sonido de una tos de la mañana), y me generó tal inmensa culpa haber cedido así al letargo, que al menos pude incorporarme, abrir la ventana y pasar rápido a ducharme y a tomar algo con él.

Conversamos cortamente. Él pensaba ir a comprarse zapatillas. Puso música y parecía disfrutar. De estas cosas también la vida se nutría.

Ahora, al lado de mi pecho asfixiado, palpitaba un corazón con cierto entusiasmo.

El Frasco

Tomé con mi mano izquierda el frasco lleno de esperanza, como si fuera un tiquete de tren a una tierra desconocida, una tierra sin tanto sufrimiento, sin tanta presión, un lugar donde ese hueco que tenía en el centro de mí, al menos dejara de crecer. Tenía la esperanza, sobre todo, de una tierra sin ellos. Sí. Ellos eran tan observadores que encontraban defectos míos que ni siquiera yo conocía. Ellos que al verme llegar se reían a mis espaldas.

Sus risas me dolían, el recuerdo de la humillación, me hizo apretar más y más el frasco, como si en las pastillas no estuviera mi tiquete de viaje, sino sus rostros empequeñecidos, apreté tan fuerte que el frasco se rompió, sus rostros se esparcieron en el suelo bañado con mi piel y mi sangre, el ruido llamó a la docente que irrumpió en el baño, el tren había partido sin mí.

Unos días después pude hablar de ello, con mucho esfuerzo decidí cerrar el hueco y llegar a mi destino por otro medio, la docente, mis padres y mis amigos, que ya no eran ellos, me acompañaron, hoy muchos años después aún no sé cómo rompí el frasco.

Aliados

Luchaba por zafarse de su propia sombra; no comprendía qué era lo que le pasaba.

Llegaban desde el -pasado- sus vivencias lejanas y recientes. Deseaba escapar de esa pesadilla acelerando la huida.

La melancolía se entremezclaba con el continuo jadear de una respiración tan espesa como sonora.

¡Todo le daba vueltas! Como una especie de caída al abismo.

Las pupilas tiritaban y se entreabrían los labios sólo para aspirar con toda la fuerza posible.

No podía más con su -presente-. Se levantó y abandonó la butaca de su cine.

¿Para qué seguir con este pesar?

No podía aguantar a causa de la angustia que le producía su balance personal.

Salió «de sí» buscando ayuda y paró un taxi pero no se subió. Siguió caminando y llegó.

Al abrir la puerta: ¡¡¡Estaba ahí!!!

Le acarició con sus ojos; le intimidó ligeramente, como si le reclamara. Recordó el tremendo dolor de cabeza con el que había salido unas horas antes.

Sé que se durmió a la espera de un -futuro- día.

Justo en ese mismo instante: ¡Salté de la cama!

A lo largo del día entendí, que no éramos aliados sino rivales.

Y seguí mi camino, con tranquilidad y aplomo…

Apoyo crucial

Hoy mi memoria tejida al paso del tiempo me deja contar que mis padres se divorciaron cuando apenas tenía tres años, mi madre enfermó y murió poco después y mi querido padre contrajo nupcias de nuevo y me llevó consigo. Mi madrastra poseía un rasgo natural de autoridad, hablaba alto, con palabras que parecían truenos, era nula en respuestas afectivas. Me infligía regaños, amenazas, exigencias. En sus miradas no había dulzura, en sus gestos faltaba cariño. Mi padre se comportaba muy tibio y yo necesitaba respeto y afectos.

En la escuela advertía con claridad las insatisfacciones de mi infancia al ver las cariñosas madres como besaban con ternura a sus hijos; gestos que atizaron las llamas de mi angustia.
Con tanto sufrimiento me envolví en un mutismo impenetrable y desesperado tomé la decisión de no vivir un minuto más. Ingerí una sobredosis de pastillas. desperté en el hospital rodeado del cariño de mis familiares. El hecho revolvió conciencias. Se eliminaron contrariedades. Floreció el amor. Sentí un apoyo de vecinos, amigos y familia tan potente que resurgieron mis sueños e ilusiones y di gracias a Dios por su participación.

Colores de Abril

Abril sorprende a Irene con los colores de la primavera pintados en el rostro. Pájaros cantarines acompañan sus pasos y sonríe como si fuera la primera vez que descubre la luz del sol. Atrás quedó la vergüenza, el esconder la depresión, el sentirse sola en medio de la tempestad, el reconocer que existía la tempestad. Una mano en el hombro le recuerda que tal vez sola no hubiera sido posible, por eso su felicidad se multiplica y sabe que acertó cuando dejó de esconderse en la crisálida y pidió ayuda. Ahora hay aire puro, luz entre las nubes traviesas, sueños en el horizonte y una lluvia de flores en los campos: miles de pequeñas cosas hermosas y cotidianas que en otro tiempo no supo apreciar, pero que otros ojos le enseñaron a ver, quitándole la venda que se lo impedía y mostrándole que todos, en algún momento de nuestras vidas, sentimos las mismas necesidades, los mismos miedos, la misma desesperación. Se siente fuerte de nuevo, con ganas de correr, de saltar, de agitar las alas y perderse en el cielo, dejando atrás la crisálida de la que acaba de salir, convertida en mariposa.