Esa silla vieja y carcomida significaba mucho para ella. Había leído muchas novelas fascinantes allí sentada para evadirse de la realidad. Sobre ella había amamantado a sus hijas y les había cepillado el pelo, mientras el sol se filtraba por la ventana que ahora estaba cubierta de polvo. Hacía tiempo que se habían marchado de casa y ella se había quedado encerrada entre esas cuatro paredes con sus recuerdos. Antes era un habitáculo alegre y luminoso, ahora era una cárcel donde se sentía asfixiada. Marta contempló la soga y suspiró. No tenía miedo a la muerte. Sentía un vacío y una tristeza tan profunda que consideraba que era la única salida. Quería dejar de sufrir.
Se subió a la silla con aplomo y se colocó la cuerda alrededor del cuello. Justo antes de precipitarse al vacío, sonó el teléfono. Fue una melodía salvadora.
- He dejado a Paul, mamá. Tenías razón, como siempre - sollozó.
- Tranquila, cariño. Todo va a ir bien.
- ¿Puedo volver a casa? – preguntó.
- Pues claro, hija. Yo también te necesito – confesó entre lágrimas.
Sin saberlo, María había evitado la pérdida de la persona a la que más quería.
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